En voz alta

Cuento cuentos, escribo y pienso, aunque no siempre lo hago en este orden.

El trayecto

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Cuando voy a contar, uno de los momentos que disfruto especialmente es el trayecto desde mi casa hasta la biblioteca, librería o el espacio en el que se desarrollará la función. Yo no tengo coche, así que me desplazo en transporte público.

Como suelo llevar la maleta o bolsa en la que guardo la ropa y los cuentos y montajes que utilizo en las sesiones, el trayecto lo vivo como un viaje. Y el Metro o la Renfe son para mí diferentes a cuando los utilizo para moverme con cualquier otro propósito.

Ya en el vagón me fijo en las estaciones o en el paisaje ( si lo veo) y en la gente que viaja conmigo. Y este paisaje humano y físico se mezcla en mi cabeza con las imágenes del cuento que a menudo voy visualizando o con alguna de las retahílas o versos que repito mentalmente para concentrarme.

Cuando salgo de la estación, mientras camino por las calles hasta llegar a la biblioteca o librería, me gusta fijarme en las casas, los comercios, los parques o los bares (en toda su diversidad: cafeterías, tascas, franquicias, grasa-bares…) Así voy conociendo al público con el que un rato después estaré compartiendo cuentos. Porque la gente que vendrá a escuchar los cuentos vive en ese barrio, vive ese barrio y pisa esas calles, esos comercios y esos parques cada día. De esta manera, yo voy entrando en su mundo y los personajes y mis cuentos también lo hacen.

Además, los trayectos en transporte público y a pie me permiten conocer y vivir Madrid de una manera muy cercana. O mejor dicho, “los madriles”, porque cada barrio de la capital o de las localidades de la región son un mundo.

Al llegar a la biblioteca o librería, después de saludar a quienes acogen y organizan la función, entro en el almacén de libros y demás material de oficina o en el cuarto de baño o en el espacio que me indiquen, abro la maleta, me pongo “la ropa de contar”, saco los cuentos y montajes y los preparo en la sala.

Un rato después llega el público, los niños con su chándal y ropa (algunos con uniforme) ya un poco sucia a esas alturas después de un día de cole, las niñas con las coletas despeinadas, las madres (y algún padre o abuelo) a menudo cargadas con mochilas o bolsas, y mientras buscan un sitio, terminan de consultar el móvil, y sin perder de vista a sus hijos, me sonríen. Los niños y niñas me miran con curiosidad. Ya estamos todos.

Y entonces comenzamos: “Había una vez…”

El viaje continúa.

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