La poesía nos acompaña desde el principio, nos recibe al nacer, nos acuna con sus nanas, nos entretiene con sus retahílas y rimas, juega con nosotros y nos ayuda a comunicarnos con nuestra familia y personas cercanas cuando todavía no sabemos hablar. Con ella entendemos el mundo en esos primeros años ya que nos lo muestra de la misma manera: a través de imágenes y emociones inconexas y breves.
Desde el principio la poesía está ahí, humilde, sencilla, sin hacerse notar, sin estridencias ni alardes, consciente de su papel cotidiano, a veces práctico, a veces de juego.
Mientras crecemos, nos sigue acompañando en los aprendizajes esenciales: el día y la noche (el ritmo binario que organiza la vida), el cuerpo (las manos, los pies, la cara…), ponerse de pie, andar y avanzar por uno mismo. Y cuando ya creemos tener dominado el lenguaje y el conocimiento del mundo, la poesía nos reta con las adivinanzas y los trabalenguas, y se adapta a nuestros juegos nuevos.
Cuando ya estamos crecidos, esta poesía parece abandonarnos. Sin embargo, sigue ahí, agazapada hasta que en nuestra vida nace una nueva vida, o hasta el momento en que por casualidad escuchamos a alguien cantar alguna de las nanas que nos cantaron o recitar una retahíla con la que jugamos. Entonces la poesía remueve nuestros resortes y nos dice que no se ha ido, que no se va a ir porque ella nos ha formado, ha formado la materia de la que estamos hechos.
Y lo dirá con su voz de niña, siempre niña, que quiere seguir jugando con unos y con otros, a lo mismo una y otra vez, sin parar.