“¡Habla! ¡Habla! ¡Habla!” Es lo que me pide insistentemente mi sobrino Pablo, de dos años y medio, cuando acabamos de abrir el cuento y yo todavía no he empezado a contárselo. “¡Habla! ¡Habla! ¡Habla!” me repite con impaciencia porque tardo en comenzar haciendo otras cosas mucho menos importantes como beber agua o acomodar el cojín.
Y en esos ¡habla!, ¡habla!, ¡habla! compruebo que a Pablo no le vale que veamos juntos el cuento, que pasemos las páginas juntos.
Lo que quiere, lo que pide es que le hable a él, que le mire y que le dé lo más mío, mis palabras. Porque eso es lo que nos une a él y a mí desde que nació. Cuando él solo tenía unas horas de vida, lo primero que hice fue mirarle y hablarle. Desde ese momento, nos hemos dedicado muchas palabras. Y eso es lo que me pide, que le siga hablando.
Me pide que compartamos juntos esa experiencia porque mientras yo voy contando, él también hace sus comentarios y muestra sus emociones con su voz y su aliento. Y ahí es donde sucede el cuento. En realidad creo que daría igual la historia que contemos mientras eso esté presente, las palabras y la mirada.
“¡Habla! ¡Habla! ¡Habla!” Y claro que le hablo. Cómo no hacerlo cuando alguien te lo pide y te lo pide como una muestra de amor.
19 agosto, 2015 en 10:47 pm
Pero que maravilla de relato, es genial, que preciosidad. enhorabuena. Un millón de felicidades