Muchas veces cuando hablo con padres, madres, educadores o compañeros de organizaciones sociales sobre libros infantiles, hacen comentarios como “¡Ah! Ese cuento es muy bueno para trabajar…” y aquí salen todo tipo de cuestiones: la empatía, la solidaridad, la generosidad, el respeto al medio ambiente, las rabietas, la higiene personal, los prejuicios, etc. A esto se le unen las innumerables listas de recomendaciones de libros infantiles o juveniles, antologías o colecciones de cuentos centradas en determinados valores como la igualdad de género, la diversidad cultural, la paz, etc.
No critico que en un ámbito educativo se escoja un libro como punto de partida para abordar cualquier aspecto. Al fin y al cabo, un cuento como cualquier otra obra artística es un elemento sugerente, y, por tanto puede cuestionar a quien lo lea y generar reflexiones. Y si además fomenta el debate, bienvenido sea. Lo que me subleva es que no se vea más allá, que únicamente se valore la literatura, en general, y los cuentos, en particular en función de su fin didáctico.
Me da la sensación de que en esta sociedad tan materialista, la mentalidad práctica ha invadido casi toda nuestra vida. Es como una plaga invisible, muy sutil. De manera inconsciente vamos interiorizando que todo lo que hacemos debe tener una finalidad concreta (aprender algo, ganar algo, conseguir algo, desarrollar capacidades…), porque de lo contrario no tendría ningún sentido hacerlo. Con los niños esta actitud no solo está mucho más presente sino que es más peligrosa, porque les vamos inculcando una visión utilitarista del tiempo, la necesidad de aprovechar cada segundo, de hacer cosas útiles continuamente.
Sin embargo, creo que lo que nos hace vivir la vida de una manera más plena, lo que nos hace sentirnos mejor son aquellas actividades que realizamos sin ningún objetivo más allá que el de pasar un buen rato, es decir los momentos que elegimos y buscamos libremente.
Por eso descubrir que hay libros, cuentos, música o pintura que pueden servir de refugio, con los que emocionarnos, encontrarnos con nosotros mismos o evadirnos… es decir, descubrir el arte es el mayor descubrimiento que puede hacer una persona. Y si lo hacemos desde pequeños nos acompañará toda la vida.
A veces este placer lo descubrimos solos, sin que nadie nos lo muestre. Pero, por si esto no sucede, es importante dar pistas para abrir ese camino. Y aquí es donde aparece la necesidad de preservar la literatura, y en especial la dirigida a los niños, como un espacio de placer, de juego, de emociones, como un momento para ellos sin más. Ni menos.
Así, creo que la balanza se debería inclinar más que a “trabajar” los libros infantiles con una utilidad didáctica, a vivir la literatura y compartir esa vivencia con los más pequeños.
De esta manera los niños crecerán, no sé si más felices, pero desde luego, más libres.
9 enero, 2015 en 9:19 pm
Estoy totalmente de acuerdo. ¡Bravo! Me encanta escuchar voces que defienden la inutilidad del arte. No creo que sirva para nada, y sin embargo, es necesario. Ese misterio me fascina. El arte, como la vida, es inútil y misterioso. Puro derroche.
11 enero, 2015 en 3:47 pm
Gracias, Magda! Es cierto, es un misterio fascinante. A mí también me alegra saber que somos muchos los que disfrutamos con las cosas inútiles de la vida.