Dentro de poco nacerá Ángel. Como os imaginaréis están siendo unos días muy especiales, de espera, nervios, ilusión y, sobre todo, de una felicidad enorme, no comparable a ningún otro momento.

El embarazo es un tiempo que se vive con mucha intensidad. Quizá por ese motivo las mujeres que hemos coincidido en el curso de educación maternal del centro de salud, sentimos una particular complicidad entre nosotras.

De la mayoría de ellas no conozco su nombre pero sí sus historias: la mujer que no podrá dar el pecho a su bebé porque ha pasado un cáncer de mama; la que estaba muy preocupada porque  al comenzar el tercer trimestre su bebé dejó de crecer, ahora se ha recuperado y parece que no necesitará cuidados especiales cuando nazca; la que tardó tres años en lograr su primer embarazo y casi cuatro en este segundo; la que ha tenido un niño que venía con prisa por llegar y ha nacido con muy poco peso; la de dos hermanas muy unidas que viven en el mismo bloque y salen de cuentas casi a la vez… Pienso también en mi propia historia, que no sé qué responder cada vez que me preguntan “¿es el primero?”

Son pequeñas (o grandes) historias que me han hecho recordar que detrás de cada persona hay una historia que merece ser contada; que estamos formados  por nuestras historias y cuando las contamos nos vamos construyendo a nosotros mismos; que más que nuestro nombre son nuestras historias las que nos definen.

Lo leí hace años en El libro de los abrazos de E. Galeano y en estos días me ha venido de nuevo a la mente: “Si la uva está hecha de vino, quizá nosotros somos las palabras que cuentan lo que somos.”