Últimamente tengo poco tiempo para leer. Entre los cuidados del bebé, el trabajo y las tareas domésticas los únicos momentos que puedo dedicar a la lectura son los viajes en el Metro. Como tengo tan poco tiempo, lo disfruto mucho, muchísimo.
Ya desde que voy bajando las escaleras, paso por los torniquetes de entrada y espero el tren, mi mente va preparándose para los minutos de lectura que tengo por delante. Y cuando entro en el vagón, me siento y abro el libro, me sumerjo totalmente en la historia. De repente el Metro, las estaciones y los túneles desaparecen y me encuentro en las montañas del norte de Inglaterra en el siglo XIX, en la costa Este de Estados Unidos o en una comunidad de vecinos del Portugal de mediados del siglo XX. Así, el Metro no solo me transporta a Príncipe Pío o a Argüelles o a cualquier otro punto de la ciudad, sino que me lleva a otros muchos lugares. A veces también me traslada al mismo Madrid, pero a un Madrid diferente, vivido por otros personajes, lo que me permite redescubrirla.
Por eso para mí la línea 10 – la que más frecuento- se ha convertido en un espacio apasionante y mientras una parte pequeña de mi cabeza inconscientemente va siguiendo su recorrido (Joaquín Vilumbrales, Cuatro Vientos, Aviación Española, Ciudad Jardín, Casa de Campo, Batán, Lago, Príncipe Pío…), la otra gran parte de mi mente está sumergida en la vida de los protagonistas de las novelas que voy leyendo, en su mundo, en sus conflictos, en sus preocupaciones y sus alegrías.
Y cuando llego a mi destino, cierro el libro, salgo del vagón y subo las escaleras todo ese ambiente va desapareciendo poco a poco y el mundo imaginado da paso a la ciudad real, a mi vida cotidiana. Pero no desaparece del todo, queda agazapado, esperando pacientemente durante unas horas o hasta el día siguiente cuando vuelvo a dirigirme al Metro y empiezo a descender las escaleras para sumergirme de nuevo en las historias.