“¡Habla! ¡Habla! ¡Habla!” Es lo que me pide insistentemente mi sobrino Pablo, de dos años y medio, cuando acabamos de abrir el cuento y yo todavía no he empezado a contárselo. “¡Habla! ¡Habla! ¡Habla!” me repite con impaciencia porque tardo en comenzar haciendo otras cosas mucho menos importantes como beber agua o acomodar el cojín.
Y en esos ¡habla!, ¡habla!, ¡habla! compruebo que a Pablo no le vale que veamos juntos el cuento, que pasemos las páginas juntos. Sigue leyendo

